lunes, 29 de diciembre de 2014

Historias contadas por mi madre: La piara.-

Una de las historias que le gusta contar a mi madre se desarrolla en un viaje de vuelta a la Gerona de la postguerra.
Alrededor de 1941 cuando la Segunda Guerra Mundial estaba en todo su apogeo.
En un viaje a Barcelona, mi madre tenía que ir a examinarse de alguna asignatura y su hermano, como perfecta carabina le acompañaba en esos viajes, ya que estaba muy mal visto que una joven de 21 o 22 años viajase sola.
Tanto era así, que su padre se opuso a que fuera a tomar la plaza de maestra en ALP, pueblo sito en pleno Pirineo muy cerca de Puigcerda, porque “una hija mía no duerme fuera de casa”. (Anda que no han cambiado las cosas)

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Pero dejemos que sea ella quien nos cuente la historia a su manera.

Narración de mi madre:

Los trenes en aquella época, aparte de ir tirados por negras y humeantes máquinas a vapor, tu las llamabas Humo (se refiere a mi), alimentadas a base de carbón, estaban formados por unos vagones de madera.
Los bancos eran como muchos de los que se ven en los parques a base de listones y si el viaje era largo había que prever un almohadón o algo por el estilo si se quería llegar integro.
En aquellos vagones podías encontrarte desde la cesta de mimbre que contenía de todo, eso sí por su orden riguroso, al estraperlista que llevaba debajo de las gruesas faldas de la mujer unas latas de aceite o embutidos, para vender en el mercado negro.
En época veraniega los vagones tenían unas plataformas que la gente utilizaba y en donde se podía charlas a la fresca, eso sí, con el inconveniente de que alguna pavesa de la máquina te quemase la ropa.
Las ventanillas, enormes, podían subirse y bajarse a voluntad y sobre la parte baja de las mismas había un pequeño letrero que indicaba que era peligroso asomar la cabeza. De hecho, en aquella época existía un chiste que decía: “Nene, ¿no has visto lo que pone el cartel? a lo que el niño respondía Si mama, cuidado con los pos... pos... pos...  postes”.
En los vagones de aquellos trenes correo,los cercanías de hoy, que paraban en todas y cada una de las estaciones del recorrido, podía uno encontrarse todo tipo de personajes.
Al militar con sus bigotes cuidados que iba a incorporarse a su nuevo destino, el payes que cargaba con los sudores de su esfuerzo traducidos en cebollas, tomates, algún pollo etc.
Incluso un abogado y un medico que se sentaron enfrente a nosotros intentando darnos conversación y a los que conocíamos por referencias y que resultaron ser amigos de unos amigos nuestros.
Y enfrente un hombre que nos miraba a todos, con traje pañero.
En uno de aquellos interminables y aburridos diálogos, hay que tener en cuenta que en aquella época los temas de conversación en lugares públicos había que cogerlos con pinzas, el médico indico que él pesaba 63 kilos, a lo que el hombre con el vestido de pana le comento que no, que pesaba sesenta y cinco. 
El médico se puso algo colorado y no rechistó. 
Pero el abogado le hizo gracia el tema y le pregunto: Y yo, ¿cuanto cree ud. que peso?
El hombre le miro de arriba abajo y sonriendo le dijo: Ud. Sr. está muy bien alimentado. Su piel es fina y blanca, sin arrugas. Ud. pesa 87 kilos.
El abogado se le quedo perplejo mirándole y confirmó el veredicto visual de su peso.
Mi hermano no pudo contenerse y le pregunto también su peso, a lo que el hombre del traje de pana le dijo que unos 70 kilos, que era el peso exacto de mi hermano.
Todo el mundo se miraba extrañado de que aquella persona adivinase de tal forma el peso de los congéneres que viajaban con él. Cruzó su mirada con la mía y sonriendo me dijo: señorita, con perdón, Ud. pesa cincuenta y un kilos. 
¡De nuevo un acierto!
Nadie comprendía como podía adivinar así los pesos. 
Y cuando íbamos ha preguntarselo, el tren comenzó a aminorar la marcha y el hombre se levantó, y se preparó para apearse.
Antes de hacerlo, el hombre del traje pañero, les repartió unas tarjetas  a mi hermano y los dos nuevos amigos, el medico y el abogado,en el ultimo momento y salió corriendo para bajar al anden, diciendo: Juan, para servirles a Uds. Si preguntan por mí en Caldas, cuando uds. vengan, no tienen perdida.


Según el hombre bajaba mí hermano comenzó a reírse a carcajada limpia así como nuestros dos acompañantes; en la tarjeta ponía:

                            Juan XXXX XXXXX
                            Tratante de cerdos y ganados
                            Caldas de Malavella. (Gerona)
                             

Estaba claro que aquel hombre nos había comparado a todos con una piara de cerdos y nos había pesado como a tales, acostumbrado como debía estar a hacerlo a simple vista con los gorrinos.
Esto fue motivo suficiente para terminar el viaje de forma divertida.
--o0o--
Aquí termina el relato que me ha contado más de una vez mi madre.
Historias curiosas de una época harto difícil, complicada y políticamente imperfecta.
El mundo estaba estallando por todos lados. Menos mal que de vez en cuando un tratante de cerdos alegraba los viajes.
Nada más.
Sed felices.
Antonio

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