lunes, 19 de diciembre de 2016

La biblioteca y yo

Estoy solo en casa.
Solo la música del Mp3 me hace compañía. Se van sucediendo una tras otra las distintas entradas de música clásica, Haydn, Mozart, Chopin… Son como una especie de reloj, cada una va marcando las horas, cada una a su ritmo, cada una expresando sentimientos distintos, pero en el fondo todas, absolutamente todas, son las más bellas ecuaciones matemáticas que jamás se pudieron escribir.
El romanticismo de Listzt suena ahora. El piano parece querer transportarte por encima de las olas en una melodiosa composición dedicada a Venecia y Nápoles.
Mientras esto sucede en los intrincados laberintos de transistores del aparato, me voy fijando en mí alrededor. 


La librería está algo desordenada, pero me da una pereza enorme meterme  a colocarla en condiciones, entre otras cosas por el polvo que los libros acumulan y que mis pulmones rechazan.
Un vagón de tren, sigue guardado en su caja esperando que mis manos lo coloquen sobre la vía y comience a andar en su viaje por el país de Liliput.


La Empusa pennata metálica que me regalo Julio sigue mirándome con sus patas delanteras alargadas como si quisiera agarrarme como a cualquier otro insecto.
Un antiguo GPS, de aquellos primeros que había que meterles el mapa, duerme plácidamente entre los libros de uno de los estantes haciendo ver que los sujeta.


Las dos brujas que penden de las estanterías me miran con cara de lo que son. Una navega por los estantes encima de su escoba y la otra parece danzar un baile macabro. Le iría fenomenal tener al lado la olla donde preparar los mejunjes mágicos con los que poder hechizar a todas las bellas Blanca Nieves existentes en el mundo.



La colección de CDs están ahí, quietos, seguramente celosos que un aparato tan pequeño contenga tantos de ellos en su memoria. Estan todos juntos, pero cada uno en la soledad de su caja esperando que llegue el momento de poder vomitar todo lo que llevan en su interior.


Los abuelos, parecen querer decirme desde su retrato del día que se casaron, que la soledad que siento ahora mismo, aquí en la habitación solo, es una cosa temporal. El abuelo era alto, con bigote, un gran vividor. La abuela era pequeñita, la recuerdo siempre vestida de negro, con aquellos zapatos grandes, sentada en el silloncito rojo haciendo ganchillo mientras rezaba un eterno rosario que a mí me parecía no acabar nunca.


Tengo que arreglar la estantería del equipo de fotografiar. Es un desastre. Tengo que organizar que todo este más ordenado, mejor colocado, pero es difícil pues nada es lo suficientemente recto como para poder sostenerse por si solo.
Hay una estantería que siempre me da pena mirarla y es la de los grandes libros que se utilizan muy pocas veces. Tratados de música, de mi mujer, geografías de muchos países del mundo, la mayoría de las cuales se quedan atrasadas nada más salir de la imprenta, y que muchas veces son regalos que ya se habían regalado.
Y en lo alto los libros de arte, de románico, pintura, y aquellos que a mí me gusta ojear de vez en cuando.


Y encima de todo ello una enorme hilera de álbumes de fotografía que desde mis orígenes hasta ahora me han acompañado siempre.
Me quedo un rato mirando todo ello, la mesa, la habitación y miro por la ventana y veo a la luna, desdibujada en medio de la claridad del firmamento, allí arriba en mitad de un cielo azul y radiante;  medito.
Y de repente me doy cuenta que no estoy tan solo, que infinidad de escritores, músicos y artistas me acompañan. Que mis hobbys están conmigo y mis antepasado y aquellos que vienen detrás mío también.


Miro de nuevo por la ventana y me doy cuenta de que la luna ya no está ahí, pero yo la he inmortalizado en una foto desde aquí mismo donde estoy escribiendo.
No, no estoy solo, la biblioteca es mi compañera todos los días, pero tengo añoranzas y quizás por ello os cuento todo esto, que a lo mejor no le importa a nadie, en un instante de soledad.
Sed felices.

Antonio

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