lunes, 27 de marzo de 2017

Un día frío de primavera, Soledad.

Un sábado; podía ser un sábado cualquiera, pero no, era el primer sábado de primavera y parecía que el invierno, celoso de su llegada, quería imponerse a toda costa. En el jardín estábamos a dos grados y una suave brisa hacia que el frío se incrustase por tu cuerpo como un convidado desagradable, no querido.


Una cuadrilla de hambrientos y chillones gorriones saltaban de rama en rama de los plátanos aun desnudos, hinchando sus plumas para protegerse del frío. Les miraba absorto, en sus movimientos inquietos, muchas veces de trapecista. Pensaba que aquellos pajarillos se acompañaban unos a otros mientras yo disfrutaba solo viéndolos.


Luego, llegaron dos tórtolas, se posaron en el lado opuesto del jardín. Parecían contentas, despreocupadas, como si supiesen que aquel frio iba a ser pasajero. Lo curioso de ellas es que se miraban a los ojos y parecía que mantenían una charla tranquila, amena. Cierta envidia me dieron, pensaba en ti y sabía que aquello era totalmente imposible, Soledad.


Incluso los rosales, temblando en medio del viento suave pero helador, estaban brotando con fuerza, colorados por su arrojo. Parecía que sus hojas aserradas retaban al aire y a la temperatura. Increíble naturaleza que lucha con el propósito único de seguir adelante, de vivir. 


El hombre muchas veces piensa primero en otras cosas y luego en vivir y, cuando quiere darse cuenta, todo ha pasado, el momento de disfrutar y se acerca veloz a esa tierra que ahora fría y húmeda me sustenta.


Y los brotes de los castaños y las hortensias ponían un aire de festividad en esa mañana gris y fría de un día de primavera que bien podía haber sido de un gélido general. Algunos copos de nieve cayeron arrastrados por el aire desde las alturas de la sierra. Testimoniaban el recado del invierno imponiendo su frío, pero esas hojas nuevas del castaño y los brotes de las hortensias indicaban que tenía la guerra perdida, que aquello no era mas que un contraataque defensivo porque sabía que tenía la batalla perdida, Soledad.


Los enormes lauros que, se han dejado crecer, se han hecho enormes arboles que ávidos de luz extienden sus hojas por el jardín cubriendo con su espesura a otras plantas que angustiadas por el avance de su compañero intentan crecer para encontrar luz. Una luz, que hoy, Soledad, brilla por su ausencia y por la tuya. Pero el lauro no tiene problema. Ha dispuesto ya sus flores y está esperando a los rayos del sol para abrirlas. De ahí nacerán sus frutos y los mirlos se encargaran de trasladar las semillas por todas partes. Nosotros jamás llevaremos semillas a ningún lado.


A mis pies, aprovechando aquellos rincones del jardín que se pisan poco, y que Atila y su rastrillo Othar dejan tranquilos, las violetas inundan de un maravilloso azul muchos rincones. Les gusta el frío, no les importa, y alegran el jardín. Parece mentira que una cosa tan pequeña pueda ser tan bella. Mi abuela las colocaba en un jarrito delante del retrato de mi abuelo en la finca. Todos los días subía un ramito de aquellas flores y lo colocaba en un pequeño jarrón de cristal proporcional al tamaño de aquellas. Creo que nunca tendré un ramito igual, ni siquiera un retrato, Soledad.


Pero la alegría del jardín estaba en un pruno junto a la calle que da siempre ciruelas de dos tipos distintos, esta injertado, rojas y verdes, pequeñas, muy pequeñas, pero sabrosas. Sus flores en racimos están ya al final del periodo de fertilidad. Los abejorros de la madera días pasados estaban como locos alrededor de sus ramos blancos y rosados. Contrastaba el negro de aquellos voladores incansables con el blanco de las flores. 


Pero con el frío desaparecieron y no estaban volando alrededor del pruno. El sonido zumbador de sus alas estaba apagado, como el calor de la primavera o de tu cuerpo, Soledad. Pero al pruno no le importaba la ausencia  de los abejorros, los gorriones se encargaban de acompañarlo saltando entre sus ramas y picoteando de vez en cuando una flor. Qué bueno es no estar solo, Soledad.
El frío me estaba penetrando poco a poco. Los gorriones y las tórtolas se habían marchado. La soledad del jardín se hacía cada vez más intensa. No es bueno estar solo, Soledad.
--o0o--
Sed felices.

Antonio 

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